VOZ EN ESPAÑOL: ¡Animar a la gente!
A un compañero a quien le preguntó que a qué se dedicaba después de años de no tratarle, le respondió: A animar a la gente… Y el Padre Carlos González Vallés comenta: “Es la mejor definición que he oído en la vida de lo que es y debe ser el trabajo y el ministerio de un sacerdote –y de todo cristiano y de todo humano que quiera serlo en plenitud de vocación y entrega a lo que somos por providencia y queremos ser por responsabilidad-, ¡animar a la gente!” Y, si todos necesitamos ser animados, lo propio es que, al mismo tiempo que nos animemos a nosotros, nos dediquemos igualmente a animar a los demás, especialmente a los niños y jóvenes, a los pobres, a los que sufren, a los ancianos, a los “especiales”… Esta serie de escritos tienen una inspiración y apoyo esencial en las obras del Padre Carlos González Vallés, que es jesuita, y este de ahora en una homilía que pronunció en cierta ocasión en la India en donde reside por años. Y, a propósito, citó al fundador san Ignacio de Loyola quien, en su momento, dejó escrito, en la carta fundacional, que establecía la Compañía de Jesús para la “consolación de las almas” que traducido al lenguaje moderno sería “para animar a la gente”. Este mandato lo entendió muy bien y transmitió a los demás otro jesuita santo, el famoso misionero y patrono de las misiones, san Francisco Javier. De él, en el proceso de beatificación, afirmó que “era tan dado al trato con todos, y esto con tanta alegría y con la boca siempre tan llena de risa y de la gracia de Dios, que conseguía cuanto quería”. Y se sigue en el proceso: “Dice el dicho testigo que nunca vio hombre tan sencillo en su conversación, porque siempre andaba con la sonrisa en sus labios”. Por cierto y como ocurre también con otros santos, no se lo representa con ese rostro tan risueño… En consecuencia, además nuestra “imagen” de los santos y santas que, si lo fuesen y por serlo, lo habrían de ser igualmente alegres y animosos. En todo caso y como se dijo, “un santo triste sería un triste santo”… ¿Y en qué podríamos imitar que mereciera la pena? Seguimos. En la misma Compañía de Jesús hubo otro santo, san Francisco de Borja, que llegó a ser sucesor de san Ignacio, en carta a uno de los padres “imitadores” destacados en alguna provincia del sur de España: “Debe ser uno de los principales intentos de la “visita” dejar consolados y animados a todos los de la Compañía; y entienda el visitador que desea esto mucho el general, de tal manera que el visitador antes se haga amar y desear de superiores y súbditos que aborrecer”. Obviamente, que del texto hay que destacar lo de “dejar consolados y animados a todos”, lo que es aplicable en todas las instancias de nuestra vida: familia, estudio, trabajo, vecindario, calle, iglesia, lugares de diversión… Siempre y en todas partes, nuestra misión esencial en la convivencia humana ha de ser de consuelo y ánimo. Ahora bien, no se da lo que no se tiene. Para yo consolar y animar, he de ser yo antes un consolado y animado, ante todo por mí mismo y también, si se me ofrece, por los demás. Aquello de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, pues dar consuelo y ánimo es algo de lo más propio del verdadero amor. Y el Amor y fuente del amor es Dios. A propósito, el padre Carlos González Vallés escribe: “La imagen que nosotros proyectamos de Dios es la que reciben quienes nos conocen y nos oyen, y esa imagen va definida por nuestra conducta más aún que por nuestras palabras. Si queremos presentar a un Dios creíble, amable y agradable, nos toca comenzar por ser creíbles, amables y agradables nosotros”. En ese sentido, muchos identifican a Dios con aquel que en el trato diario con los demás, especialmente si se sufre de algún mal, como el caso que cuenta el autor inmediatamente citado, refiriéndose al sacerdote Enrique de Castro dedicado a atender a jóvenes delincuentes y drogadictos. He aquí el diálogo entre dos de ellos: “Oye, ¿tú crees en Dios?” Y el otro le contesta: “Con el Dios de Enrique, sí”. Y concluye nuestro autor: “Anécdota para hacer pensar a todos los que hablamos de Dios”. Y especialmente, añado yo, quienes nos proponemos consolar y animar a otros. En resumen, la consigna “animar a la gente” no es una mera frase bonita, una cita de antología o un entusiasmo pasajero. Es un programa de vida de cada día, responsabilidad actualizada permanentemente con todos y en todas partes y un esfuerzo personal ininterrumpido. Y de ahí que no hay definición mejor de cualquier oficio, trabajo o programa que el de “animar a la gente”. A hacerlo, pues.